Existe un sentimiento que, como las cosas especiales en la vida, no tiene nombre porque es imposible calificar y que yo (contra lo imposible) definiría como cuando tienes en la garganta millones de palabras de emoción que no pueden salir, el corazón encogido y los pelos de punta. Me atrevería y de hecho, me atrevo, a ponerle nombre a lo que crea ese sentimiento. Música y poesía.
Desde un asiento con vistas a un escenario, lo máximo que puedes sentir es expectación, orgullo o alegría. Pero desde un escenario con vistas a millones de ojos que intentas eliminar de tu cabeza, sientes nervios, el corazón a mil, las manos temblorosas y una estabilidad vertiginosa. No es sólo eso, en el fondo de ese corazón palpitante también hay satisfacción por el trabajo bien hecho, las risas compartidas al ensayar y los problemas que han acarreado millones de notas. Es muy humano acabar el momento nervioso de la tarde y salir decepcionado con uno mismo. El error es un amigo del músico (y de todos, claro). Hay días que lo odias y días que lo abrazas para aprender de él. Aprender, perder, aprender, perder, aprender, ganar y volver a ganar. Lo más empinado de este lugar lleno de música es mirar hacia abajo y saber que o subes o subes. La música quizás sea el arte que profundiza y no sale. Siempre deja un recuerdo, da igual que sea el más borroso, se vuelve nítido y vuelve para hacer estremecer.
'Suena la cadencia final. Los músicos cansados sonríen por el buen sabor de boca. Los espectadores aplauden con gran entusiasmo, han quedado prendidos de la música. Buen trabajo, chicos. Se cierra el telón."
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